17 de febrero de 2018

Conversación con Miguel Angel García Cañamero - Parte I





Introducción 






Las páginas que siguen a continuación se corresponden con una larga conversación, no voy a decir lo contrario.  Parecería que todo se hubiera confabulado a favor: el silencio, la tranquilidad alrededor, las ganas de esa conversación, tras varios intentos fallidos, la casi necesidad de poner un poco de equilibrio a un día que no había sido fácil. Miguel Angel transmite ese equilibrio y esa paz, esa sensación de estar siempre ante una persona auténtica, sin dobleces, tan transparente como esa música de la que nos va a hablar a continuación. Poco amigo de todo lo que sea multitud, eventos sociales, Miguel Ángel García Cañamero es un hombre de distancias cortas y es ahí donde se ve su grandeza, en el tú a tú. 
Ahí era donde realmente me apetecía colocar este encuentro tan esperado. Ojalá a través de estas páginas pueda filtrarse esa esencia de lo que es él.


Descubrimiento 
y camino a la madurez

Por empezar por un principio: ¿Hay algún tipo de tradición musical en tu familia?
Es curioso, porque en mi familia más directa no ha habido tradición musical anterior a mí. Quizás podría decirse que hay una “conexión” muy lejana de la que tomé conciencia mucho más tarde, con un antepasado mío a quien no conocí y que fue músico aficionado. La verdad es que mi más temprana infancia la viví totalmente desconectado de la música: ni mis padres han sido músicos, ni nadie de mi entorno directo ha estado relacionado con ella, y a veces me pregunto de dónde me vino a mi esta vocación. 
Como única referencia musical en mi familia, mis padres me contaron que mi bisabuelo paterno fue organista, un caso curioso: un señor que se había dedicado toda la vida a otra cosa pero a quien, ya muy mayor, le entra “el gusanillo” de la música y le llama la atención el órgano; se forma en los rudimentos del solfeo y del teclado con un organista de la contornada y acabó ejerciendo de organista en la iglesia de su pueblo. Así que ese fue el único antepasado musical en mi familia. Eso si, tengo un primo que también es músico: saxofonista.
Mi llegada a la música fue muy sencilla y casi accidental. Antes, como ahora, se estilaba mucho apuntar a los niños a actividades extraescolares. Yo era entonces una especie de “patito feo”, bastante tímido, meditativo… y aunque mis padres probaron a apuntarme a atletismo, a fútbol… ¡no hubo manera! No triunfé en ninguna de aquellas actividades extraescolares que casi siempre estaban orientadas hacia el deporte y que poco, por no decir nada, me interesaban. Fue entonces cuando en el colegio comenzaron a dar clases de música y mis padres debieron pensar “a ver si así…”
Y de repente comenzó todo. Entré en aquellas clases y recuerdo que la música y el piano comenzaron a gustarme y a atraerme mucho. La verdad, empecé tarde, no recuerdo bien, pero debía tener 10/11 años cuando estaba en 5º de EGB, pero en aquel momento jamás pensé que me dedicaría a la música, eso sería mucho más tarde. Fue una llegada circunstancial, sí, pero luego me atrapó. 
Estudié en Valencia en un colegio de PP. Escolapios, y había allí un padre, el P. Marcelo García Alas, una persona muy querida de mi familia, muy amigo mío y que entre otras cosas era músico; y fue él quien verdaderamente me inició, poco a poco, al margen de las clases. Siempre le estaré agradecido, porque me enseñó la música de la forma más inocente que puede haber: jugando. Es curioso, pero jugando se aprenden muchas cosas complejas de la forma más natural. Cosas que luego me enseñarían “técnicamente” en el conservatorio, las aprendí de su mano. Él me enseñó, por ejemplo, a acompañar una canción armónicamente mucho antes de haber dado la primera clase de armonía siquiera. Las cosas que aprendes así se te graban de por vida. 
Posteriormente, cuando sientes que ese marco se te va quedando un poco estrecho es cuando decides, mis padres deciden, que tal vez era el momento de ingresar en el conservatorio.

– Y allí rompes…
Bueno, “romper”…, digamos que siempre he sido “buen chico”, buen estudiante. Me gustaba sacar buenas notas, pero no era algo que me quitara el sueño.

– Tu tiempo en el Conservatorio Municipal y Superior de Valencia estuvo marcado por las máximas calificaciones, cinco premios de honor y un premio al mejor expediente académico.
Creo que esas cosas deben tener la importancia justa, pero nada más. Aun a mis años, cuando me piden el curriculum hasta me da vergüenza mandarlo, es algo totalmente irrelevante para mi: es como un ejercicio de narcisismo absurdo. Nunca juzgo a la gente por su curriculum… ¡el papel es tan sufrido! Creo que el contacto directo con una persona y esos cinco primeros minutos de una conversación, son suficientes para saber de “qué pasta” está hecho un músico. En mi etapa del conservatorio en Valencia trataba de esforzarme, siempre lo he hecho y lo sigo haciendo, pero no lo hice con una finalidad de méritos académicos: estudiaba todo lo que podía y ya está.

¿En qué momento y cómo se manifiesta, si lo hace, eso a lo que llamamos “vocación”? ¿Qué habías estudiado antes?
Fue mucho más tardío. Fíjate, mis estudios en el conservatorio los vivía de un modo paralelo a lo que eran mis estudios normales en el colegio o en el instituto después… Esa losa pesada que ha existido siempre en la educación española de que la música no es una rama per se, sino algo adlátere; y hasta que no estuve en 2º o 3º de BUP no tuve las cosas claras. Yo estudiaba grado profesional de piano en aquel entonces y pensaba que iba a ser pianista. Conocí entonces a un pianista que años más tarde sería mi profesor en el conservatorio municipal, pero en aquel momento empecé a recibir clases particulares suyas todos los fines de semana. De pronto, los fines de semana y aquellas clases de piano se convirtieron en lo más importante para mi… eso y no el instituto. Aquel profesor me ofreció en aquel instante cosas, aspectos, enseñanzas, ideas respecto a la música y al piano que en el conservatorio no veía y me las descubrió como diciendo: “Mira, pasa, asómate: esto es la música de verdad”. Y es entonces cuando siento fuertemente que la música ha poseído mi vida. Era muy joven, unos 17-18 años, muy inexperto y con una visión sesgada de todo, forzosa por la juventud, por mucho que creas que has meditado las cosas…Fíjate: en aquella época pensaba que acabaría estudiando Derecho en la universidad. Me gustaba mucho el piano, sí, pero acabar COU, pasar el examen de selectividad y pensar que no iba a seguir en la universidad, no fue una decisión ni una sensación fácil. Pero no fue fácil porque era un momento en el que estaba a punto de desmarcarme de lo que hacía todo el mundo, lo que digamos que estaba socialmente bien visto… Era un poco como la situación de aquel mal chiste: “¿Tu hijo qué estudia?” “Música”. “Bueno, ya, ¿y aparte de eso?”. El director de mi instituto, por ejemplo, no entendía que un alumno que había sacado un nueve y pico en Selectividad no quisiera ir a la universidad. E imagino que mucha gente también pensaría lo mismo… pero tomé la decisión. Y ganó la música.

¿Y tus padres bien?
Mis padres, pese a que la música no había tenido ningún peso en nuestra familia, jamás se opusieron, sino todo lo contrario: siempre me han ayudado y han tenido una fe ciega en mi. La verdad es que es algo que siempre les he agradecido mucho, su apoyo incondicional que sigue igual que el primer día.
Supongo que cuando decidí dedicarme exclusivamente a la música les inspiraba la suficiente confianza como para que pensaran: “Tú sabrás lo que estás haciendo”; y como la cosa ya “iba en serio”, me compraron mi primer piano de cola, con el que estudié la carrera, piano que conservo en mi estudio de Valencia y que conservaré toda mi vida, por lo que significa para mí.

¿Cómo era ese joven de veinticinco años que decide dejar su Valencia natal y marchar a Budapest? ¿Cuándo y por qué tomas la decisión de marcharte?
¿Cómo era ese joven? Pues ciertamente inseguro. Un poco como somos todos a esas edades: soñadores y con mucha ilusión. Todo eso junto propició mi marcha. Me voy de Valencia en 1999 porque tengo de repente una sensación muy fuerte de que “hay algo más” que se me está escapando. Hay quien marcha a estudiar al extranjero por títulos, porque cree que es algo bueno para poder incorporarlo a su curriculum, pero yo no lo hice por eso. Mi caso fue más bien como el mito de la caverna de Platón: yo creía verdaderamente que había algo más trascendente, más profundo en el estudio de la música, más allá de la complacencia académica que tenía a mi alcance en Valencia. Era una sensación muy intuitiva que se fue forjando a medida que asistía a cursos y clases magistrales. Empiezo a hablar entonces con algún compañero, inconformista como yo, y surge la idea de marchar al extranjero a cursar estudios de perfeccionamiento. Al principio pensé en diferentes sitios, como Berlín o La Haya, porque ya entonces me gustaba mucho la música antigua y La Haya era un centro muy especializado, pero al final, y de forma circunstancial, elegimos Budapest porque otro compañero del conservatorio de Valencia con el que me había iniciado ya en la dirección de coros, me dijo: “Oye, en Hungría hay mucha tradición coral. Por qué no vamos allí?”. Y allí nos fuimos.

¿Pero tú querías hacer Dirección Coral?
Llega un momento en el que me dije: quiero estudiar de todo. Y a día de hoy sigo creyendo que esto es muy bueno. Muchas veces la soledad del instrumentista es un pozo sin fondo. El que se dedica sólo a un instrumento, al final puede acabar siendo absorbido por éste, y le acaba limitando mucho. En aquel momento yo había hecho la carrera de piano y había empezado a estudiar también composición, musicología y alguien me sugirió: “Tú valdrías para la dirección”. Y probé. Y sorprendentemente ahí es donde realmente empiezo a sentirme cómodo. En España primero tenías que cursar Dirección Coral antes de hacer la orquestal, y fue justo ahí donde surgió la idea de Hungría.

¿Encontraste ese algo más?
Encontré algo que me arrolló como un tren de alta velocidad, en todos los aspectos–, dice con contundencia y una enorme sonrisa.

¿Cómo lo vive tu familia?
A ver… fue una decisión dura, porque fue una separación. Hoy en día todo es mucho más fácil, está a la orden del día, pero en aquella época no había teléfonos móviles y no había esta globalización, esta inmediatez que tenemos ahora. Se trataba de meter toda tu vida en una maleta y salir de casa, pero mi familia lo entendió muy bien.

Llegas a Budapest con idea de perfeccionar tus estudios de piano, dirección coral y canto. Allí te estableces durante cuatro años, para luego trasladarte a Viena, donde resides durante 6 años más, tiempo en el que estudias en la Universidad de Música y Arte Dramático de Viena. Allí obtienes el título de Magister cum Artium en dirección de orquesta con matrícula de honor. 
Así es.

Estos datos son los que cualquier persona puede obtener si consulta en internet y busca información sobre ti. De algún modo, es información oficial, pero nos apetece traspasar un punto esos datos y buscar a la persona que hay tras el dato, lo que decías antes de dejar el curriculum de lado y tener la charla con la persona. Por ejemplo, me pongo en la piel de ese joven de 25 que deja su casa, su ciudad, su familia, como tantos otros que lo hacen y lo seguirán haciendo. ¿Recuerdas tus primeros días en Budapest? Al ir acompañado sería más fácil, desde luego.
– Bueno, sí, el primer año fue como una “excursión escolar”… algo parecido a un Erasmus. Fuimos tres compañeros de Valencia, un pianista y dos que íbamos a estudiar dirección coral, aunque yo también hice piano en ese momento. El primer año todo fue un descubrimiento. Aterrizamos en la Universidad Franz Listz de Budapest en septiembre de 1999 tras pasar las pruebas de acceso en junio y allí topé con una realidad muy diferente a todo lo que había vivido hasta entonces, musical y personalmente… Hungría es un país del que no se podía decir que estuviera aislado, no es ese el término, pero sí era como una isla musical en el centro de Europa y lo ha sido durante muchos siglos. Es un país que musicalmente es autosuficiente, hasta con su propio método de formación, el Método Kódaly. Tienen un nivel musical altísimo. Al llegar tuve la sensación de que había que empezar de cero. Quitando esa parte bonita y lúdica del viaje de unos chavales que iban a descubrir mundo, luego se fue tornando una sensación dura. Fue divertido al principio, hasta que eres consciente de que aquella intuición de que “faltaban cosas” en mi educación musical, era real… Ahí es donde me remango y digo “hay que empezar”. En ese momento soy consciente de que no me he ido al extranjero un año para tener un título, sino que me doy cuenta de que tengo que quedarme allí y replantearme mi concepción de la música desde el principio. Siempre he sido un poco maximalista para todo: si me pongo me pongo. Pensé que tenía que reflotar el barco en todos los sentidos y surgió entonces mi compromiso personal de decir “me tengo que quedar aquí”. Y me quedé varios años.

Eso es duro, ¿no?
Sí, cambia todo. Yo apenas había salido antes de España, no así, solo y durante tanto tiempo.  Suponía independizarme a todos los niveles y piensa que me voy a un país en el que cambia todo, empezando por el idioma, que desconozco absolutamente. Iba con un inglés muy justito entonces, porque los idiomas que he podido dominar después los aprendí en esos años de estudio. Francamente, me encontré de golpe con “la vida”, la de verdad… con sus luces y sus sombras. Hasta ese momento yo era un estudiante que vivía en casa, me apoyaba para todo en mis padres, pero en Hungría, lejos de casa, tenía que estudiar, sí, pero también cocinar, hacer la compra, lavar, planchar (ahí aprendes a valorar a las amas de casa y a convertirte en una de ellas), tienes que alquilar un piso, se rompe algo en el piso, tu casero te echa… había días difíciles en que se me nublaba todo. Fueron años duros, complicados, tanto los de Budapest como los de Viena.

Supongo que no hablas húngaro…
¡Sí, lo hablo! Y además con cierta fluidez. Uno de los cumplidos más graciosos que me han hecho en la vida fue cuando, estando en la academia en Budapest, una persona que no me conocía se me acercó y tras hablar un rato conmigo y notando mi acento raro, me dijo: “Tú eres de Transilvania, ¿no?”, porque Transilvania antes de pertenecer a Rumanía era Hungría, y hay un pequeño reducto de personas que aún siguen hablando húngaro allí.

¿Qué otros idiomas hablas?
Bueno, inglés, claro, porque es el idioma vehicular por excelencia. Evidentemente tuve que aprender algo de alemán cuando llegué a Austria en 2002 y luego, siempre de manera más elemental, he ido incorporando otros idiomas. Cuando estudiaba en la academia en Budapest, el idioma en el que nos impartían las clases a los extranjeros era el inglés, pero cuando salías a la calle se hablaba húngaro. Así que no tuve más remedio. Luego también aprendí un poco de italiano y de francés aplicado a la dirección coral. Ten en cuenta que si te dedicas a la dirección de coro tienes que intentar que tu visión de los idiomas sea lo más correcta posible, tienes que saber corregir con un mínimo de garantías. En la dirección coral tienes que dominar alemán, inglés, italiano y francés por lo menos. Ahora que lo pienso, siempre me apeteció aprender ruso, es un idioma que me encanta, pero no tengo tiempo. Quizás algún día…

¿Cuáles han sido las mejores experiencias que viviste en Budapest, por ejemplo? ¿Y en Viena? ¿Malos momentos también?
Uff, ¡qué pregunta! Lo curioso es que cada vez me acuerdo más de ese periodo, porque la vida es inexorable: pasa tan rápido que no te das ni cuenta y conforme me hago mayor, las vivencias del pasado me asaltan cada vez con más viveza. Ahora miro mi vida actual, y aquella etapa de Budapest y Viena se empieza a quedar atrás, pero cada vez la recuerdo con más nitidez y con mucha intensidad. ¿Momentos? Fue un arco temporal muy grande porque abarca 10 años, y además 10 años en los que estoy realmente viviendo fuera, porque sólo regresaba a España en periodos puntuales ya que trabajaba aquí como asistente de la “Jove Orquestra de la Generalitat Valenciana”. Creo que los momentos que más recuerdo son los de descubrimiento, cuando he tenido, por así decirlo, revelaciones musicales que me han marcado fuertemente. 
Por ejemplo recuerdo que el primer año que viví en Budapest hubo un concierto que me marcó, a mi y al compañero que venía conmigo. Eran las Vísperas de Monteverdi. Fui a aquel concierto sin ninguna pretensión y sin embargo aquel día me marcó. Había escuchado las Vísperas mil veces, pero ese día con el “Budapesti Monteverdi Korus" que dirigía mi profesora Éva Kollar, aquel Monteverdi me tocó el alma y sentí algo que no se puede explicar pero algo dentro me decía: “Esto es lo que quiero”.
También, por supuesto, ha habido muchas experiencias inolvidables con los directores con los que he tenido la suerte de trabajar y tenerlos cerca, personas que te marcan. Son las experiencias que más recuerdo porque han dejado en mi una impronta que ha hecho de mi lo que soy ahora. Muchas veces me sorprendo ensayando… estoy en una sección de una obra y hago o digo algo, un gesto, una frase que me remonta a aquella época a una velocidad impresionante. Soy muy de asociaciones e imágenes. Es como cuando percibes un perfume que te transporta a tu infancia, por ejemplo.
Y momentos personales muy extraños pero muy bonitos, como por ejemplo pasear por el cementerio de Viena el día de Todos los Santos. Me levanté aquel día y era todo como de película: un día de niebla, gris, lánguido, y fui recorriendo el cementerio de Viena en silencio y vi la tumba de Brahms, la de Schoenberg, la de Mahler… Y de pronto me vino a la cabeza mi “yo” de la infancia, aquel niño que se bebía los libros de biografías de compositores y enciclopedias, que recortaba y coleccionaba fotos de los grandes genios de la música…, y ahora me veía allí… Aquellas sensaciones me marcaron mucho.

Pero si leías esas biografías y guardabas esos recortes no puedes decir que no te atraía la música, algo había ya.
Bueno, siempre me he sentido muy atraído por el arte, por la historia antigua, y creo que eso fue la vía que me llevó a la música. Es curioso cómo te reconoces en las experiencias que has vivido en tu infancia. Por ejemplo, me puse a llorar como un niño cuando mi mejor amigo en Viena, un chico alemán con el que compartía estudios y andanzas, me llevó a visitar la casa donde había muerto Schubert, sencillamente porque reconocí un rincón de la casa que estaba en la foto de un libro que yo tenía de pequeño… De pronto pisaba aquellos sitios que había idolatrado de pequeño. Viena es una ciudad muy de escaparate, muy de espumillón, por eso siempre me ha parecido más atractiva Budapest, una ciudad mucho más humana; pero en Viena quedan unos reductos donde puedes todavía sentir el peso cultural que ha tenido la ciudad en sus dos escuelas, tanto la primera escuela vienesa (la de Haydn, Mozart y Beethoven) como la segunda (la de Schoenberg, Berg y Webern), y puedes visitar todas esas casas: la casa donde murió Haydn, por ejemplo, el estudio donde componía Brahms… A mi eso siempre me ha llenado mucho emocionalmente.
Los malos momentos ahora casi me provocan risa, como que tu casero te diga “mañana te vas del piso”, por ejemplo. También ha habido malos momentos musicales, pero creo que son como piedras que hay que poner en un muro para poder construirlo. Son necesarios de alguna manera. La vida de un artista, de un músico, no puede ser un camino de rosas. La vida tiene conceptos muy grandes, muy bonitos, amor, amistad, etc., pero el dolor y el sufrimiento también están ahí. La pasión siempre tiene una doble vertiente y esos aspectos son los que han movido el arte. Cuando uno escucha el comienzo del  Requiem alemán de Brahms, por ejemplo, ahí descubre todas las emociones humanas: las alegres, las tristes, las placenteras, las dolorosas… todo eso también ha de estar en tu bagaje. Malos momentos también, claro, cuando estás estudiando y las cosas no salen como tú quieres, cuando quieres conseguir una meta y la cosa no funciona, un día que tienes una mala clase o te agobian los problemas de la vida cotidiana. Hubo muchos momentos en que pensé volver, porque esto te pasa fuera de casa y lo magnificas mucho más, pero bueno…al final todo mereció la pena.

La vida es un viaje, esta metáfora no es nada original.
Ese planteamiento me encanta porque de verdad lo veo así, como un viaje.

En tu caso, además, es literal. Has hecho la maleta en varias ocasiones. ¿Qué guardaste en ella con especial cuidado al ir de Valencia a Budapest? ¿Y de Budapest a Viena?
Te llevas a la familia, desde luego. Se echa mucho de menos, y el que diga que no, miente. 
Lo que sí me llevé, de Valencia a Budapest, de Budapest a Viena y de Viena a cualquier sitio donde he ido, a Italia, a San Petersburgo, y a Madrid, eso que siempre llevo en mi maleta, cuidado como si fuera un cristal, es la ilusión. Es muy normal en el ser humano fatigarse. Es muy fácil que a lo largo de ese viaje que decías encuentres cosas que te fatiguen, que te desanimen, y por eso la ilusión tienes que guardarla entre paños. El día que eso te falte, retírate. Soy muy inconformista conmigo mismo, muy perfeccionista, me eduqué así. Creo que es bueno porque te obliga a sacar lo mejor de ti mismo, te hace estar siempre fijándote en qué puedes mejorar, en qué podría haber salido mejor, y eso hace que muchas veces la ilusión se desinfle, por eso es bueno tener siempre un referente, algo que te recuerde por qué estás haciendo las cosas. Recuerdo una vez en una clase en la que un profesor mío me hizo parar y me dijo “si no te lo estás pasando bien, no sigas”. Y me lo tuve que pensar, porque a veces te obcecas, como estudiante, en que todo tiene que salir bien, perfecto. Aquel profesor me hizo pensar: esfuérzate, sacrifícate, sí, todo eso está muy bien, pero en última instancia hay que pasarlo bien. Siempre lo digo desde entonces cuando llega un concierto: “bueno, ahora a pasarlo bien”. Ya nos hemos preocupado de que todo funcione, de que la tercera está afinada, la exactitud, la pronunciación, pero ahora suéltate un poco, porque si no, no vas a disfrutar. Por eso es la ilusión lo que siempre llevo en mi maleta: que nadie me la quite. A veces cuesta un poco, es verdad, porque la vida te va cambiando, vas madurando, pero siempre tienes que seguir pensando en el motivo de por qué haces música.

Todo no cabe en una maleta. ¿Qué dejaste en cada una de esas ciudades, bien por propia voluntad o bien porque no tenías más remedio?
Dejas todo aquello que no quieres. Algo que tuve muy claro desde el principio es que hay que ser crítico de manera positiva. Cuando estás en esa etapa de formación, de estudios, que es tan decisiva para un músico, es muy fácil que te vendan humo y es muy peligroso porque, lo vemos todos los días, hay personas que han vendido su alma al diablo por una cosa que luego se descubre que es mentira, y entonces ya es tarde: te han roto la vida. Un profesor o cualquier profesional se acerca a ti, a darte siempre su punto de vista y tú tienes que ser crítico y decir “esta verdad que me están vendiendo ¿me va bien, me la creo?”. Y tienes que plantearte si esa verdad es correcta y estudiar mucho para saber si es así. Por eso siempre me he intentado deshacer de las cosas que no me llevan a ningún sitio, de lo superfluo… sobre todo cuando decidí encaminarme a la dirección. Hay una cosa que es muy errónea, que es el concepto de “destruir para construir”. Es algo que no concibo en este mundo, porque lo he experimentado a lo largo de estos años. A menudo me topaba con un profesor que me decía: “¿Pero qué hace Vd.? Esto no es como usted lo hace, es como yo le voy a decir”. Ahí es cuando yo empiezo a ser crítico y a preguntarme qué me sirve y qué no me sirve de todo lo que me están contando; qué es bueno y qué es simplemente humo. Intento ser pragmático y desprenderme de estas actitudes… Siempre las he dejado fuera de la maleta.

¿Puedes resumir con una única palabra en cada caso los años en Budapest y Viena?
¿Con una sola? No es fácil –dice, riendo–. Para Budapest voy a decir “descubrimiento” y para Viena utilizaré alguna más: “camino hacia la madurez”.
Descubrimiento en el sentido de intensidad, dolor de algo que crece y se transforma, de romper formatos de antes, ruptura que a veces es dolorosa, pero también descubrimiento en el sentido de ilusión y de alegría. Fueron años de mucha convulsión emocional para mi porque descubrí todas esas cosas que presentía en la música y que habían estado dormidas, y fue también la época de descubrir muchas verdades, de quitarme muchas vendas, muchos complejos. Fue un proceso muy feliz, pero también algo doloroso: madurar no es fácil. 
Viena fue algo más tranquilo, la llegada al academicismo. Entrar en la universidad, formarte como universitario y estudiar muy seriamente, muchas horas, mucha intensidad para asentar el conocimiento académico.

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